Colaboración del C. de N. Edgardo Loret de Mola
Responsable de la edición: Rosario Yika Uribe
Fuente: Cinco
siglos del destino marítimo del Perú, de Esperanza Navarro Pantac:
Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú, 2016
Efemérides Navales de Hoy 27 setiembre
27 de setiembre 1560: Pedro de Ursúa parte en expedición a la región amazónica, en busca de El Dorado. Navegan los expedicionarios por el río Marañón.
(El interesante relato que sigue es tomado de libro “La expedición de Ursua y los crímenes de Aguirre” de Robert Southey)
El desdichado destino del ejército de Gonzalo Pizarro había puesto en guardia a Ursúa contra el intento de avanzar por tierra; designó un asentamiento nuevo, llamado Santa Cruz de Capocoba, como lugar de encuentro con sus seguidores; y allí, en el río de los Motilones, comenzó a construir dos bergantines y nueve barcazas, capaces de transportar doscientos hombres y cuarenta caballos cada una. Este río, que nace a espaldas de Tamabamba en la provincia de Huánuco, se llamaba así por una tribu que, contrariamente al uso habitual entre los indios, llevaba el pelocorto. La tribu todavía existe, pero al río ya no se le conoce por este nombre; es una de las fuentes del Guallaga. La fuerza que se reunió consistía en trescientos españoles, de los cuales unos cuarenta eran hombres de categoría, y un centenar de mestizos. Tantos de estos aventureros habían tenido alguna parte en las últimas rebeliones que el gobierno, viéndolos reunidos, comenzó a temer las consecuencias de su propia política; y no faltaron maliciosos que se esforzaran en hacer parecer sospechoso al mismo Ursúa.
Los amigos de éste, con razón, temieron por su seguridad; y uno de ellos le escribió encareciéndole no se empecinara en cerrar los ojos ante el peligro, sino que licenciase de entre todos aquellos aventureros a unos cuantos de los que más motivo había de temer malas intenciones, nombrando en particular a un tal don Martín, a Lorenzo de Zalduendo, Lope de Aguirre, Juan Alonso de la Vandera, Cristóbal de Chaves y algunos más. «Si», decía este verdadero amigo cuyo nombre era Pedro de Linasco, «no quieres licenciarlos por su pobreza, no permitas que ese sentimiento compasivo te lo impida; antes bien, envíamelos a mí, que yo los mantendré lo mejor que pueda hasta que hayas adelantado en tu conquista, y los podrás volver a llamar cuando estés en condición de ofrecerles empleo sin peligro, y otorgarles cualesquiera beneficios estés dispuesto a dar.»
Linasco también le rogó que no se llevase consigo a su amante, doña Inés de Atienza, una hermosa viuda. La cosa en sí no estaba bien, le dijo; era un mal ejemplo para su gente, y podía acarrear consecuencias aun peores de las que pudiese imaginar siquiera; y se ofreció a buscarle una colocación adecuada, y a arreglar el asunto de manera que ella no creyese que se la dejaba atrás por voluntad de Ursúa. Mas tales consejos fueron prodigados en vano; Ursúa a la postre rechazó a don Martín, pero mantuvo a los demás en su compañía, perseveró en su intención de llevarse consigo a Inés, y no dió respuesta a la carta de Linasco.
En otros aspectos, Ursúa procedió con gran prudencia. Mientras los bergantines y demás barcos estaban en el astillero, hizo adelantarse con treinta hombres a su amigo y confidente García de Arce, al que mandó continuar unas veinte leguas río abajo hasta la provincia de los caperuzos, o indios encapuchados, para hacer allí acopio de cuantas provisiones pudiera y esperar a Juan de Vargas, para luego continuar juntos hasta el río Cocama, y aguardar ahí, pertrechándose de todo cuanto aquella región pudiera proporcionar, hasta que se les uniese el resto de la expedición. En lugar de seguir estas instrucciones, Arce descendió más de doscientas leguas, más allá de la confluencia del Cocama y de otros muchos ríos, desembarcando por último en una isla del río, a la que llamó García en su propio honor. Sus hombres llegaron hambrientos y medio muertos; durante el viaje se habían tenido que contentar con comer los caimanes que Arce cazaba a arcabuzazos, pues era notoria su habilidad como tirador. Aquí se hicieron fuertes tras una empalizada; los nativos, después de padecer numerosas bajas en sucesivos ataques, enviaron a un grupo portador de provisiones como ofrenda de paz. Estos aventureros siempre temían alguna traición, porque siempre estaban dispuestos a cometerla; reunieron pues alos confiados indios en una choza,cayeron sobre ellos y dieron muerte a más de cuarenta. Esta crueldad aterrorizó a toda la región; todos cuantos se creyeron al alcance de los españoles abandonaron sus viviendas, y así Arce pudo conseguir tres meses de vituallas para su gente, hasta que Ursúa se le unió allí.
Mientras tanto, en cuanto estuvo listo uno de los bergantines, Juan de Vargas y sus hombres emprendieron la marcha en él y en canoas. Decepcionados al no encontrar a Arce, continuaron hasta el Cocama, y allí, siguiendo las instrucciones que tenía, Vargas dejó a los menos aptos en el bergantín y remontó el río en busca de provisiones. Siguieron río arriba durante veintidós días, encontrando apenas lo suficiente para atender a las necesidades más inmediatas; más tarde, dieron con algunos asentamientos mejores, donde había maíz en abundancia. Vargas cargó todo lo que se podía embarcar en las canoas que encontró, y también se llevó a todos los habitantes, hombres y mujeres, que pudo, para uso –así se decía– de la expedición, y luego regresó al bergantín, donde en el ínterin habían muerto, de hambre y a causa del clima insalubre, tres españoles y muchos indios. Dos meses largos estuvieron allí esperando a Ursúa: a los hombres se les agotó la paciencia; algunos propusieron matar a Vargas y seguir camino hasta el Perú remontando el Cocama; otros pensaban que era mejor abandonarlo allí y seguir adelante en busca de descubrimientos, pues eran más de cien y creían ser lo suficientemente fuertes. Pero no surgió entre ellos ningún espíritu arrojado que tomara el mando, por lo que sus planes de rebelión y asesinato no fueron más lejos.
Entretanto, Ursúa, con sus generosas virtudes, se había ganado tan por completo las voluntades de los colonos de Santa Cruz, que todos a una consintieron en abandonar el poblado y compartir su suerte. Pero cuando botaron y cargaron los barcos, seis de las nuevas barcazas resultaron ser inservibles; la madera no se había secado bien; en realidad en esa región húmeda no había sido posible curarla; también estaba quebradiza, y cuando sacaron las barcas a la orilla para arreglarlas, se resquebrajaron de tal manera que se hizo imposible su recuperación. Quedarse era ruinoso, pues cada día de retraso suponía el gasto de provisiones imposibles de reponer. Se vieron, pues, obligados a dejar atrás gran parte de la impedimenta y la mayor parte del ganado, y de trescientos caballos sólo pudieron embarcar cuarenta; al resto los abandonaron allí, para que se asilvestraran. Mucho se lamentaron los hombres de perder así lo poco que poseían, e insistieron en que sería mejor volver al Perú. Sin embargo, Ursúa, amenazando a algunos y apaciguando a otros, a todos sedujo con la esperanza de las gloriosas conquistas que estaban por emprender; y añadió que la pérdida era suya, no de ellos, en tanto que él, siendo su jefe, estaba obligado a compensarlos con creces por todo, cuando pluguiere a Dios conducirlos a esa tierra feliz que iban buscando. Tanto éxito tuvieron estos argumentos que ni un solo hombre desertó.
El 27 de septiembre de 1560 partieron del asentamiento, que quedó abandonado, y al segundo día dejaron atrás las montañas y se adentraron en la llanura. El tercer día, el bergantín dio en un bajío y se le rompió una parte de la quilla. Dejando atrás a la tripulación para que reparara el daño como mejor pudiera, Ursúa siguió camino a la provincia de los caperuzos, adonde unos días antes había enviado a Zalduendo en busca de provisiones. Dos días más tarde llegó el bergantín; fue reparado a conciencia, y despachado a unirse a Vargas en el Cocama, pues Ursúa temía que aquellos hombres estuvieran intranquilos por su larga tardanza. Él siguió adelante más despacio con los barcos más pequeños, desembarcando a dormir en la ribera todas las noches, por el peligro que suponían en la oscuridad los bajíos y los troncos de árbol semihundidos. A unas ciento cincuenta leguas río abajo del lugar donde embarcó, el Guallaga se vierte en el río de los Bracamoros, como se le llamaba entonces, el Nuevo Marañón de los mapas actuales. Estos ríos nacen en la misma provincia, y a poca distancia el uno del otro; pero el curso del Nuevo Marañón traza una gran curva, y en el punto donde recibe al Guallaga es tan ancho como este. Aquí se detuvo Ursúa y envió una partida río arriba en busca de comida; pero hasta donde consideraron prudente alejarse, el territorio resultó estar deshabitado.
Cien leguas más lejos dieron por fin alcance a Vargas, cuya gente, desde que llegara el bergantín, esperaba con alegría este reencuentro. El Cocama de aquellos días parece ser el Piguena de hoy. Desde ahí continuaron juntos, con gran inquietud por la suerte de Arce, de quien ningún grupo sabía nada todavía.
Para entonces, el bergantín de Vargas se había podrido del todo, tan absolutamente inservible era la maderade esa tierra; apenas acababan de reanudar el viaje cuando comprendieron que era necesario abandonarlo, y repartir la tripulación y la carga entre los demás barcos. Pasaron la desembocadura del Ucayali, y a los ocho días de salir del Cocama alcanzaron la isla donde se habían guarecido Arce y sus compañeros, con el consiguiente regocijo de ambos grupos. Eran estas las primeras viviendas que veían desde que dejaron a los indios caperuzos. Los nativos del lugar eran una raza fuerte y bien proporcionada. Vestían una única prenda de algodón, de buen tejido pintado de muchos colores. Su alimentación principal consistía en pescado, maíz y mandioca, de la que hacían la bebida para sus banquetes; también tenían patatas y otros tubérculos y legumbres. Sus casas eran grandes y cuadradas; sus armas eran la lanza de madera y un palo arrojadizo. Papa era el título que daban a su jefe.
Aquí consiguió Ursúa más canoas para su gente, para suplir la pérdida del bergantín. También aquí, dándose cuenta de la imposibilidad de asumir él solo el mando de tamaña expedición, nombró lugarteniente general suyo a Vargas, y a don Fernando de Guzmán alférez general, o portaestandarte; y una vez más se pusieron en marcha, con toda la expedición reunida.
Un poco más abajo de la isla García, se halla la confluencia del Napo, que fue por donde Orellana entró en el gran río. A raíz de la crueldad de Arce, los poblados vecinos estaban todos desiertos; sin embargo, en los campos de labranza encontraron comida y aves de corral que los indios habían abandonado en su huida; y entre estas había aves europeas. Al cabo de unos días llegaron a una población, llamada Carari, en la ribera sur. También aquí huyeron los nativos, pero algunos sólo se apartaron un tanto en sus canoas, observando de lejos a los extranjeros, y a los tres o cuatro días se les presentó un cacique con una ofrenda de provisiones; se le dieron a cambio abalorios, cuchillos y espejos, y así quedó establecido el comercio.
Ursúa, sabedor de la importancia que tenía que los nativos fueran amistosos, y también cuán probable era que sus hombres pronto se los volvieran en contra con sus desmanes, dio orden de que ninguna de sus gentes, bajo pena de muerte, tuviera trato alguno con los indios, excepto en su presencia y por mano suya; por este medio él velaría por que todas las partes quedaran satisfechas y las provisiones se distribuyeran de forma justa entre los más necesitados. Pese a estas órdenes, algunos de sus soldados tomaban por la fuerza lo que encontraban; así, durante todo su recorrido por esta provincia, los habitantes nunca permanecieron confiadamente en sus casas, sino que alejaban a sus mujeres e hijos, y sólo entonces salían en canoa a tratar con los aventureros.
En este punto, Ursúa pensó que lo mejor sería detenerse unos días y enviar una partida al interior del territorio con la esperanza de obtener así alguna noticia sobre el reino dorado que buscaba. Pedro Galeas recibió el mando del destacamento. Siguieron la orilla de un lago que comunicaba con el río hasta encontrar un sendero que se adentraba en la selva, donde, justo cuando se les acababa el tiempo señalado para seguir avanzando, descubrieron a algunos indios cargados de provisiones. En cuanto los vieron, estos soltaron la carga y huyeron; y los españoles sólo pudieron capturar a una mujer cuya apariencia y lenguaje indicaban que no pertenecía a ninguna tribu que hubieran visto antes. Por sus señas comprendieron que su tierra estaba a cinco días de marcha, y se la llevaron a Ursúa. Para entonces, este había empezado a darse cuenta de qué grupo de miserables desgraciados había reunido.
La primera señal de descontento vino de un hombre llamado Alonso de Montoya; se descubrió que había proyectado robar algunas canoas y provisiones suficientes para volver con sus cómplices al Perú. Ursúa no le impuso más castigo que aherrojarlo durante un tiempo con un collar de hierro. Galeas no trajo ninguna información que les indujese a avanzar hacia el interior; de los indios que habían visto hasta entonces, nada se pudo averiguar concerniente a la tierra dorada de los omaguas. Por consiguiente, nada podían hacer sino continuar su búsqueda río abajo, después de haberse demorado más de lo previsto, pues en este punto se fue a pique el último malhadado bergantín y se vieron obligados a conseguir más canoas.
Según sus cálculos, el territorio habitado se extendía unas ciento cincuenta leguas desde la isla García, y suponían que comprendía las provincias llamadas Caricuri y Manicuri. Como venían del Perú, no cayeron en la cuenta de que esta tierra era demasiado salvaje para estar dividida en provincias; esos eran los nombres de asentamientos o de jefes, y todos los habitantes pertenecían a una misma tribu. Sus poblados distaban unas cuatro o seis leguas entre sí, y según creían, no pasarían de doce mil todos los habitantes. Lucían algo de oro en joyas en las orejas y en la nariz; afortunadamente para ellos, era muy poco, y su tierra no ofrecía tentaciones que retuvieran a los aventureros. Los insectos eran una gran plaga; mosquitos de todas clases en innumerables enjambres atormentaban a los españoles.
Falto de previsión, Ursúa abandonó este territorio habitado sin indagar dónde terminaba, o cuán extenso era el tramo despoblado por el que tenían que pasar. Así pues, por espacio de nueve días padecieron severamente por la falta de víveres, comiendo sólo el pescado que pudieron capturar, tortugas y sus huevos, espinacas y verdolaga que, por fortuna para ellos, crecían en la zona. El décimo día llegaron a un pueblo. En cuanto los vieron aparecer, los indios cargaron apresuradamente en las canoas a las mujeres y a los niños con sus escasas pertenencias, y los enviaron río abajo mientras los hombres, armados, se aprestaban valerosamente a defender sus casas.
Ursúa desembarcó a la cabeza de una partida pequeña para demostrar que no intentaba atacar, pero suficientemente fuerte para sentirse en seguridad. Avanzó un trecho hacia los indios con el arcabuz en una mano y en la otra un lienzo blanco, que extendió como muestra de paz. La señal fue comprendida, un jefe se adelantó y tomó el lienzo. Condujeron a los españoles a la plaza o espacio abierto del poblado, y Ursúa, haciéndose entender por medio de señas, pidió que durante su estancia se les asignase alojamiento a él y a su gente en una parte del poblado, mientras los pobladores y sus familias permanecían seguros en la otra. Accedieron gustosamente; alojaron a los extranjeros en las mejores chozas, y Ursúa dio órdenes de que ningún hombre, bajo pena de muerte, entrase en las viviendas de los indios ni les hiciese el menor agravio. Este lugar se llamaba Machifaro. La gente era de distinta lengua y costumbres que la última tribu que habían visto. Cerca de sus casas, en viveros protegidos por pequeñas empalizadas, criaban tortugas; y había provisiones abundantes de toda clase.
Desde allí, por segunda vez, se envió a Galeas a explorar el territorio; fue por el agua, y se adentró en un gran lago, donde pronto perdió de vista la tierra; se dirigió entonces a la orilla para no perderse, y continuó costeando durante varios días, sin advertir ninguna habitación o señales humanas hasta que llegó la hora de volver de su infructuosa aventura. En su ausencia, había habido guerra en Machifaro. Una extensión desierta que se tarda nueve días en recorrer, incluso con la ayuda de un río rápido, no es distancia suficiente para mantener la paz entre dos tribus salvajes. Hacía tiempo que los indios carari eran enemigos mortales de sus remotos vecinos, y suponiendo que el paso de los españoles los habría alarmado tanto como para distraer por completo su atención, pensaron que la ocasión era buena para vengarse.
Así pues, se presentaron una noche ante Machifaro. Allí advirtieron señales de los extranjeros, y decidieron retrasar su ataque hasta el amanecer, no fueran a ganarse enemigos a los que no tenían intención de ofender, y a quienes se sabían incapaces de hacer frente. Por la mañana, al ver que sus temores eran bien fundados, se retiraron; pero al emprender su camino de vuelta río arriba, tocaron sus cuernos y lanzaron desafiantes su grito de guerra, para que sus enemigos supieran que habían estado observándolos. Esto despertó a la tribu dormida, cuyo jefe se apresuró a acudir a Ursúa y pedirle que los ayudase a perseguir a los invasores. Los nuevos amigos de Ursúa no tenían más derecho a pretender su ayuda que los viejos; pero el pasatiempo favorito de estos aventureros era la destrucción, y Vargas, con cincuenta arcabuceros, fue enviado a acompañar a los machifaros. Estos conocían bien la región, y tomando un canal más corto que sus enemigos desconocían, llegaron al caudal principal por encima de ellos, cortándoles así la retirada. Los cararis se prepararon confiadamente para la batalla hasta que vieron a los españoles; entonces hicieron gestos de paz, recordando a sus antiguos huéspedes que no había enemiga entre ellos, y que no esperaban su hostilidad. Por toda respuesta recibieron una descarga de mosquetería, y no tuvieron más remedio que abandonar sus canoas y adentrarse en el bosque, ¡donde los españoles suponían que perecerían de hambre antes de poder llegar a su propia tierra!
Se había tenido mucho cuidado en buscar guías para la expedición. Participaban en ella algunos de los brasiles por cuya información se había emprendido, uno de los portugueses que había estado con ellos en sus largos viajes, e incluso uno o dos compañerosde Orellana; todos, sin embargo, estaban desconcertados; estos últimos, porque hacía ya mucho tiempo de su primer viaje, y de un viaje tan largo y en tales circunstancias era imposible que se pudiese conservar algún recuerdo local preciso; aquellos, porque no podían verificar la información falsa que habían dado; lo único que podían decir era que suponían que el país de los omaguas estaba cerca. Ursúa pensaba que esto era probable, porque de acuerdo con su cómputo habían avanzado ya más de setecientas leguas; y creyéndose cerca de su propio gobierno estimó prudente, ya que había holganza para tales arreglos, adoptar las pocas disposiciones que aún quedaban pendientes. De estas, las más importantes eran las relacionadas con las cuestiones espirituales: los sacerdotes de la expedición no estaban de acuerdo el uno con el otro; la mejor manera de remediar esta discordia, pensó, sería poner fin a la igualdad que existía entre ellos y era causa de su enfrentamiento; y teniéndose por representante del rey, y por tanto autorizado a conferir dignidades eclesiásticas, Ursúa nombró a Alonso Henao superior provisor, cura y vicario de la expedición.
El primer acto del nuevo superior fue excomulgar a todas las personas que se hubieran apropiado de alguno de los artículos de comercio que pertenecían al gobernador, y que este había destinado al uso público. Esta medida suscitó muchas murmuraciones; se dijo públicamente que Ursúa le había dado al sacerdote esos poderes sólo con ese fin, y que no tenía autoridad para conferir oficios eclesiásticos. Las murmuraciones, como se pretendía, llegaron a sus oídos; él, sin embargo, hizo caso omiso, y el provisor continuó ejerciendo sus funciones. Otra causa de descontento surgió por la conducta de los soldados con los nativos; pues los indios, alarmados por el gasto que hacían estos huéspedes de larga permanencia, escondieron la comida; pero los aventureros, temiendo tener que cruzar otra extensión desierta, no se conformaban con comer bien mientras estaban allí, sino que, todos y cada uno, se apoderaban por la fuerza de cuantas provisiones encontraban, acopiándolas. Ursúa metió a algunos de estos transgresores en prisión; entre ellos había un mestizo criado de Guzmán, su alférez.
Para entonces, el camino tan largo que habían recorrido sin nuevas noticias sobre El Dorado había apagado las esperanzas de los más ardientes, y se extendió el rumor de que, si no querían perecer todos, lo mejor era retroceder y abrirse camino al Perú. Estos rumores los instigaba un grupo cuyo objetivo, de entrada, al unirse a la expedición, había sido volver, bajo el mando de Ursúa, o cualquier otro, e intentar la conquista del Perú, como Gonzalo Pizarro y Francisco Hernández Girón, y revivir así los viejos tiempos de espada y anarquía. Zalduendo, Aguirre, Vandera y Chaves, los hombres contra quienes Ursúa había sido particularmente puesto en guardia por su amigo Linasco, eran de los miembros más destacados de este grupo. Disimulando su verdadera opinión, obraban para indisponer a los demás con la misión; y Ursúa, viendo crecer el descontento, pensó que sería conveniente reunir a aquellos que parecían más contrarios a seguir adelante con la expedición, y hacerles ver la deshonra e ignominia que supondría abandonar con tanta ligereza la empresa en que se habían embarcado: «¿Qué provincia de las Indias –dijo– se ha conquistado sin trabajo y dificultades y sin mucha paciencia? Aunque el más joven de nosotros tuviese que encanecer en esta aventura antes de verla llegar a su término, las inmensas riquezas que obtendremos serán para todos más que amplia recompensa». Su audaz confianza persuadió a los que no tenían otros fines a la vista y, en consecuencia, los agitadores decidieron asesinarlo.
Zalduendo y Vandera habían puesto sus miras en la amante de Ursúa, un mal que Linasco había previsto y contra el que había advertido proféticamente a su malaventurado amigo. Una de las quejas proferidas con más efecto contra Ursúa era que amaba en exceso a esta mujer, como si estuviera embrujado; que ella, y no Ursúa, mandaba la expedición; que a los hombres se les condenaba al remo como galeotes por las ofensas más nimias sólo para que llevaran su canoa; que Ursúa se dedicaba a retozar con ella en lugar de proveer a la bienandanza de la expedición; y que en lugar de alojarse entre los soldados, como le correspondía, siempre tomaba su residencia aparte para que no se le molestase en su solaz. Se formó así un grupo numeroso de conspiradores; eran todos de baja cuna y condición, y necesitaban un jefe respetable desde uno y otro punto de vista para prestarles a sus manejos algún viso de autoridad; pero los hombres de calidad se sentían personalmente unidos al general. El arresto del criado mestizo de Guzmán les brindó a los conspiradores un pretexto para sondear a su amo. Don Fernando de Guzmán era natural de Sevilla y de buena familia; tenía entonces veintiséis años; era bien parecido, de buenos modales, su índole no era mala, pero su falta de principios y de entendimiento lo convirtieron primero en el instrumento, y después en la víctima de hombres harto peores que él. Los conspiradores empezaron a ganárselo, primero fingiendo celo por el servicio del rey y el éxito de la expedición que, según decían, iba a verse comprometido por la mala conducta de Ursúa; se explayaron luego sobre la severidad del general, y en especial sobre el arresto del mestizo de Guzmán, llevado a cabo sin ninguna consideración por el rango y autoridad de su amo; así ganaron para su causa al débil joven. Se celebró entonces una reunión secreta Guzmán y sus amigos propusieron abandonar allí a Ursúa, continuar el viaje río abajo, y después volver al Perú por el camino acostumbrado; Zalduendo y Aguirre eran partidarios de dar muerte a Ursúa y a Vargas, su lugarteniente, y regresar; pero no por volver sin más, sino para apoderarse del país y hacer a Guzmán su señor. Este no tenía ni virtud ni discernimiento para alarmarse ante esta proposición desesperada; ebrio de ambición, consintió las medidas que estos miserables aconsejaban; se pronunció la sentencia de muerte, y decidieron que debía ser ejecutada a la primera oportunidad.
Estos hechos no podían llevarse a cabo tan en secreto que no despertasen alguna inquietud entre los amigos del general, aunque ninguno pudo sospechar la magnitud de la traición que se tramaba. Le advirtieron a Ursúa que se preparaba alguna maldad, y le rogaron que tuviese siempre cerca de su persona una guarda de gente en quien pudiera confiar; pero tener siempre a sus amigos alrededor le hubiera impedido estar a solas con doña Inés, y por lo tanto no hizo caso de ese consejo. Dijo que no era necesario, que había tantos vizcaínos y navarros entre los soldados, que con sólo dar una voz en vasco ya estaría a salvo. Un aviso más pavoroso le estaba destinado, pero nunca llegó a sus oídos. Juan Gómez de Guevara, un comendador de la órden de Alcántara, hombre de edad madura, de mucho carácter, y uno de sus mejores amigos, estaba a una hora tardía delante de su choza, contigua a la del general, disfrutando de la frescura del aire nocturno, cuando una figura pasó ante él en la oscuridad, y a continuación oyó una voz qu exclamaba: «¡Pedro de Ursúa, gobernador de Omagua y El Dorado, Dios se apiade de ti!». Guevara intentó seguir a la figura, pero esta había desaparecido; pensó que se trataría de algo sobrenatural, y cuando comunicó el aviso a algunos de los amigos de Ursúa, ellos, creyendo lo mismo, convinieron en no mencionárselo entonces a este, porque se encontraba indispuesto. Fue la noche después de decidirse el asesinato cuando se oyó la voz; lo más probable es que alguno de los conspiradores, asustado al verse empujado más allá de la culpa que se había propuesto asumir, pensara alertar de esta forma al general, y poniéndolo en guardia, salvarlo.*
Mientras permanecieron en Machifaro, los conspiradores no encontraron oportunidad de llevar a cabo su propósito. Abandonaron el lugar el día después de Navidad, y esa misma noche llegaron a otro poblado del mismo nombre a unas ocho leguas de distancia: sus habitantes lo habían abandonado, así que tomaron posesiónde él y se acuartelaron allí; y Ursúa de nuevo envió un destacamento a explorar la comarca, a las órdenes de Sancho Pizarro. Para este servicio había elegido a un grupo de hombres leales, y confiado el mando a uno de sus amigos; eran, por ende, otros tantos adversarios fuera del camino de los conspiradores, quienes resolvieron no dejar pasar la ocasión. Para el asesinato se fijó la noche del día de Año Nuevo, porque al ser festivo se pensaba que habría menos vigilancia que de costumbre, la cual en todo momento era pequeña. Su ángel de la guarda todavía hizo un esfuerzo más por salvarlo. Un negro de Vandera descubrió lo que se había decidido; y con riesgo de su propia vida encontró la manera de ir al alojamiento de Ursúa para advertirle del peligro que corría. Pero Ursúa había traído su ruina consigo en aquella infeliz mujer; estaba a solas con ella cuando llegó el negro; ni siquieracon un recado como el que traía consiguió el hombre que lo admitieran en su presencia; no se atrevió a demorarse de más, por lo que comunicó su información a un esclavo negro delgeneral; y el esclavo, acaso porque participaba en la conspiración, o bien porque odiaba a su amo, nuncatransmitió el importante mensaje que lehabían confiado. Cuando se hizo de noche, los principales conspiradores sereunieron y enviaron a un mestizo ennombre de Guzmán a pedirle a Ursúa un poco de aceite; era un pretexto para saber si estaba solo. Ya tarde, salieron todos precipitadamente; Montoya y Chaves, ansiosos por ser los asesinos, llegaron los primeros y encontraron a Ursúa en su hamaca hablando con unpaje. Les preguntó qué querían a esas horas, y lo atravesaron de parte a parte. Herido y todo, se levantó a coger el escudo y la espada, pero entonces entraron los demás y tuvo apenas tiempo de pedir en vano «¡Confesión!, ¡confesión!», y de exclamar «¡Miserere mei Deus!», «¡Dios tenga misericordia de mí!», antes de que lo mataran.
Inmediatamente los asesinos se precipitaron fuera gritando «¡Libertad!, ¡Libertad!, ¡Viva el rey! ¡El tirano ha sido asesinado!». Despertado por las voces, Vargas cogió sus armas y se dirigió a los aposentos de Ursúa con la espada, el escudo y su estéril vara de mando en la mano. Los conspiradores, que ahora andaban buscándolo, salieron al encuentro de su víctima y lo rodearon; lo desarmaron, y apenas lo habían despojado de la coraza, cuando Martín Pérez lo acuchilló en el costillar con tal fuerza que la espada, atravesándolo limpiamente, hirió de gravedad al hombre que al tiempo lo estaba desarmando del otro lado.
27 de setiembre 1898: Se establece el Servicio Militar Obligatorio a partir de esta fecha.
El 27 de diciembre de 1898, se promulgó la Ley de Servicio Militar, que regulaba de una forma detallada, la realización de este servicio al país. La edad mínima era los 19 años hasta los 50, aunque en tiempos de paz, el servicio correspondía entre los 19 y 23 años de edad, seleccionados según sorteo o voluntarios.
El 21 de junio de 1912 se promulgó la Ley del Servicio Militar Obligatorio. Esta actividad duraba 2 años durante tiempo de paz y en caso de conflicto o guerra, el tiempo era indefinido según el juicio del Poder Ejecutivo. Esta ley establecía penas a las autoridades encargadas del reclutamiento que alistaban de manera indebida a los seleccionados.
Casi 37 años después, el 02 de marzo de 1949, el gobierno de Manuel Odría promulgó el Decreto Ley Nº 10967, Ley del Servicio Militar Obligatorio, que en esta ocasión incluyó a las mujeres, pero "de una manera restringida" como indicaba la norma. El 12 de noviembre de 1974, se determinó mediante Decreto Ley Nº 20788, que el Servicio Militar es un "deber ineludible" y el sorteo se efectuaba en caso el número de seleccionados excedía a las necesidades del servicio.
El 29 de setiembre de 1999, se promulgó la Ley del Servicio Militar Voluntario, excluyendo por completo, el carácter de obligatorio el reclutamiento, entrando en vigende el 18 de marzo del 2000.
El 21 de junio de 1912 se promulgó la Ley del Servicio Militar Obligatorio. Esta actividad duraba 2 años durante tiempo de paz y en caso de conflicto o guerra, el tiempo era indefinido según el juicio del Poder Ejecutivo. Esta ley establecía penas a las autoridades encargadas del reclutamiento que alistaban de manera indebida a los seleccionados.
Casi 37 años después, el 02 de marzo de 1949, el gobierno de Manuel Odría promulgó el Decreto Ley Nº 10967, Ley del Servicio Militar Obligatorio, que en esta ocasión incluyó a las mujeres, pero "de una manera restringida" como indicaba la norma. El 12 de noviembre de 1974, se determinó mediante Decreto Ley Nº 20788, que el Servicio Militar es un "deber ineludible" y el sorteo se efectuaba en caso el número de seleccionados excedía a las necesidades del servicio.
El 29 de setiembre de 1999, se promulgó la Ley del Servicio Militar Voluntario, excluyendo por completo, el carácter de obligatorio el reclutamiento, entrando en vigende el 18 de marzo del 2000.
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