jueves, 6 de septiembre de 2018

EFEMÉRIDES MARÍTIMAS Y NAVALES


Colaboración del C. de N. Edgardo Loret de Mola
Responsable de la edición: Rosario Yika Uribe

Fuente: Cinco siglos del destino marítimo  del Perú, de Esperanza Navarro Pantac: Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú, 2016

Efemérides Navales de Hoy 05 setiembre


5 de setiembre 1824: Cuarto ataque al Callao. Con el propósito de evitar las comunicaciones entre los buques neutrales y los realistas en tierra, los buques patriotas fondean entre estos y aquellos, en una posición desafiante para los realistas. Al amanecer de este día los españoles atacan con ocho lanchas cañoneras y cuatro falúas, que se dirigen contra la goleta Macedonia. La fragata Protector acude en su ayuda y los obliga a retirarse bajo la protección de las fortalezas. Los realistas pierden una lancha y otra es seriamente averiada. Se distinguen en la acción los comandantes Andrew Robertson y Jorge Enrique Freeman, comandante de la Macedonia; el capitán Miguel Icaza, jefe de la tropa de Marina, quien fallece a consecuencia de las heridas; y el teniente Santiago Simons. El vicealmirante Martín Jorge Guise solicita el ascenso para todos ellos.

El Almirante Guise
Con el retiro de Cochrane del Perú en 1821, San Martín nombró a Guise contralmirante de la recientemente creada escuadra peruana pero renunció al servicio en febrero de 1822 al asumir el mando de esta escuadra con el grado de vicealmirante el chileno Manuel Blanco Encalada, por rencillas que había tenido con él durante su servicio en Chile para ponerse bajo su mando. A principios de 1823 Guise volvió a asumir el mando de la flota peruana con el grado de vicealmirante, colaborando con el transporte de tropas, y a principios de 1824, estableció un bloqueo en el puerto del Callao en conjunto con la escuadrilla naval gran colombiana que quedó a su mando, ya que ese puerto había sido retomado por los realistas tras una sublevación militar el 5 de febrero. Su bloqueo en este puerto fue interrumpido ese año por una expedición naval española al mando del capitán de navío Roque Guruceta, con quien se batió, sin resultados concluyentes el 7 de octubre. Al partir la escuadra española al sur, con destino al puerto de Quilca, Guise se dirigió con su flota al astillero de Guayaquil, donde el 7 de enero de 1825 fue arrestado por el intendente del lugar, general venezolano Juan Paz del Castillo, por haber levantado el bloqueo al Callao. Según Basadre, Paz del Castillo:

"enemigo de aquél, deseoso de humillar al Perú, interpretó mal las razones de Guise y lo hizo apresar y lo puso incomunicado".

Ante el arresto de Guise, el mando de la flota combinada sería entregado por Castillo al capitán de navío inglés Juan Illingworth Hunt, que servía en esos momentos a la Gran Colombia. A mediados de ese año, Illingworth se presentó con la flota frente al Callao para unirse a la escuadrilla chilena mandada por el vicealmirante Blanco Encalada.​ El Callao se rendiría el 23 de enero de 1826.


En cuanto a Guise, Bolívar había dado la orden de llevarlo a Cuenca, pero su estado de salud lo impidió. Posteriormente fue llevado a Lima en gran escándalo, y el 5 de mayo de 1826 se le lleva a juicio y se le mantuvo preso. Al retirarse Bolívar del Perú, el Consejo de Guerra a cargo del juicio entró en autonomía y ordenó la libertad de Guise el 26 de septiembre de 1826. Se le restituyó el cargo de vicealmirante de la escuadra. Y además se mandó pedir "la satisfacción que merecen el agravio e insulto nacional hechos por el Gobernador de Guayaquil en su persona (Guise) y la bandera de nuestra República". Fue el congreso en 1828 y la presidencia del general José de La Mar, los que hicieron efectiva las resoluciones.




El épico final del Imperio español en Sudamérica: los últimos defensores de Perú (DE ABC. Por César Cervera 4 enero 2017, actualizado el 5 enero 2017 a las 19:43h.)

El gallego José Ramón Rodil resistió a la espera de refuerzos desde la Península durante casi dos años en la Fortaleza del Real Felipe del Callao, que vivió entre sus muros la muerte o deserción de 2.424 de los 2.800 soldados que la defendían.

El triste epílogo a las guerras de emancipación contra el Imperio español del siglo XIX fue, como es habitual, un baño de sangre. El escenario fue el Callao, en el Virreinato de Perú, que a diferencia de Nueva Granada y de Río de la Plata, se mantuvo al principio inmune a la fiebre independentista que se extendió por América. La mayor presencia de peninsulares que en otros territorios, la escasa implantación del espíritu independentista y la capacidad de mando de los sucesivos virreyes convirtieron el lugar en una roca en el camino de los rebeldes. 

Para someter Perú fue necesaria la acción conjunta de las fuerzas de Bolívar y de San Martín. Así, solo en julio de 1821 el virrey José de la Serna ordenó evacuar Lima, dando vía libre a que San Martín proclamara la independencia de Perú. Y aún cambiaría de manos varias veces la capital hasta que, con las fuerzas españolas al límite, llegó la batalla de Ayacucho y con ella la derrota del contingente militar realista más importante que seguía en pie. 


En paralelo a los sucesos de Ayacucho, todavía hubo una última guarnición que acometió una resistencia casi suicida. José Ramón Rodil y Campillo y los últimos españoles del Perú se atrincheraron en la Fortaleza del Real Felipe del Callao, construida inicialmente para defender el puerto contra los ataques de piratas y corsarios.

Un leónidas moderno en Perú

Lima y la fortaleza en el Callao habían sido recuperadas por los españoles meses antes del desastre de Ayacucho, coincidiendo con uno de los pocos periodos de la guerra favorables a los intereses realistas. El general Monetal frente de las fuerzas realistas había entrado de nuevo en la capital el 25 de febrero de 1824 y designó al brigadier José Ramón Rodil como jefe de la guarnición del Callao. Lo hizo, claro, sin sospechar que este oficial gallego iba a protagonizar una resistencia de tintes épicos. 

Lima fue abandonada tras la batalla de Junín. Se esperaba que los españoles del Callao tomaran el mismo camino tras la capitulación de Ayacucho, pero Rodil y sus 2.800 soldados se negaron a rendirse ante la perspectiva de que aún podría recibir pronto refuerzos de España. 




Rodil incluso se negó a recibir a los enviados del virrey la Serna, derrotado en Ayacucho, porque los consideraba poco menos que desertores. Tampoco quiso escuchar el 26 de diciembre a los representante de Simón Bolívar, quienes daban por hecho que el español iba a rendir la fortaleza en cuanto se enterara de los generosos términos de la capitulación. 

El gallego creía que el suyo era un viaje sin vuelta atrás. La entrada de Bolívar en Lima provocó la huida masiva de la población de españoles peninsulares y de los leales a la Corona hacia el Callao. 8.000 refugiados convirtieron el Callao en el último bastión español en Sudamérica y en la última esperanza de recuperar estos territorios.

El asedio de las tropas libertadoras, unos 4.700 soldados, dirigidas por el venezolano Bartolomé Salom, se inició en forma de bombardeo con artillería pesada al puerto del recinto amurallado. Se calcula que en los dos años que duró el sitio se dispararon 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incontables balas. Al ataque aéreo y terrestre, se sumó también el bloqueo naval de las flotas combinadas de la Gran Colombia, Perú y Chile.

A pesar de contar con menos hombres armados y pocos recursos, los españoles tenían varias cosas a su favor. José Ramón Rodil contaba entre sus filas con los regimientos veteranos Real de Lima y Arequipa, así como una de las fortaleza más grandes de todo el continente. Las murallas y las minas enclavadas en la roca hacían imposible un asalto por tierra, mientras que el bastión artillado mantenía la flota combinada a distancia. 



Asimismo, la veteranía de su comandante jugaba a favor de las fuerzas realistas. Nacido en Lugo el 5 de febrero de 1779, Rodil había combatido contra Napoleón y luego había saltado a Sudamérica, donde prestó importantes servicios en Talca, Cancharrayada y Maipo. Además de cicatrices, el gallego coleccionaba múltiples condecoraciones por el valor desplegado.

Sin posibilidad de hincarle el diente a la fortaleza, los ejércitos libertadores mantuvieron el bombardeo día y noche en un intento por dejar que la fruta cayera por su propio peso. Desde el principio se hizo latente la dificultad de alimentar a una población civil de miles de refugiados, así como el mantener un régimen casi carcelario para evitar las deserciones entre las filas españolas. En un solo día Rodil fusiló a 36 conspiradores, entre ellos a un muchacho andaluz muy popular por sus chanzas. 


En un informe fechado el 26 de setiembre de 1825, Hipólito Unanue escribió a Simón Bolívar el estado del sitio, convertido en una prisión tanto dentro como fuera de la fortaleza: 

«Rodil sigue defendiéndose obstinadamente y no pasa día sin que se haga fuego fuerte contra él. Por su parte tiene una vigilancia enorme y apenas ve que se pasa alguno del pueblo o que se trabajó en la línea, cuando cubre de balazos el sitio, así es que no se pasan de miedo muchos que desean hacerlo.

Los enemigos fueron la hambruna y las epidemias

La hambruna, las malas condiciones sanitarias y las epidemias crecieron al mismo ritmo que la carne de rata disparaba su precio en el mercado negro. Es por ello que Rodil envió hacia el frente enemigo a aquellos civiles cuya presencia no era importante en el campo militar. Ante esta estrategia los libertadores empezaron a rechazar las oleadas de civiles con plomo y pólvora, sabiendo que el hambre era el mejor arma para sacar a los españoles de su castillo. Muchos refugiados se vieron atrapados entre ambos fuegos.

Solo cerca del 25% de los civiles lograron sobrevivir al asedio de dos años. El escorbuto, la disentería y la desnutrición fueron rebajando el número de defensores cada día de resistencia. No así la determinación de Rodil, que únicamente aceptó rendirse cuando la situación adquirió una atmósfera extrema. A principios de enero de 1826, el coronel realista Ponce de León desertó y, poco después, le siguió el comandante Riera, gobernador de una de las secciones fortificadas, el Castillo de San Rafael. Ambos conocían al detalle el entramado defensivo establecido por Rodil y así se lo desvelaron a los líderes libertadoras. Ponce de León, además, era amigo próximo de Rodil, lo que supuso una doble traición.

Sin comida, con la munición cercana a terminarse, y sin noticias de que fueran a llegar refuerzos desde España; Rodil accedió a negociar con el general venezolano poco después de las ilustres deserciones. El 23 de ese mes, tras dos años de resistencia, los españoles entregaron la fortaleza en condiciones que permitieron conservar la honra y la vida a los defensores. O al menos a los supervivientes. Solo unos 376 soldados lograron salir con vida de aquellos dos años extremos, salvando las banderas de los regimientos Real Infante y del Regimiento de Arequipa. 


La vida de Rodil también fue respetada, entre otras cosas porque el propio Bolívar salió en defensa del español: «El heroísmo no es digno de castigo».

El regreso de «un español de puro bestia»

España se había olvidado de los últimos defensores de Sudamérica cuando éstos combatían, pero al regreso a la península algunos de ellos fueron recompensados por su gesta. José Ramón Rodil fue nombrado Mariscal de Campo y se le otorgó en 1831 el título nobiliario de Marqués de Rodil por su actuación en Perú. No obstante, su consideración de estratega quedó en entredicho con varias derrotas en la Primera Guerra Carlista. Su carrera política finalizó a consecuencia de su antagonismo con Baldomero Espartero. En 1815, Espartero auspició que Rodil fuera juzgado por un consejo de guerra y le retiran sus honores, títulos y condecoraciones.

¿Qué motivó su obstinada resistencia el Callao?, siguen preguntándose hoy sus detractores. El desaparecido político peruano Enrique Chirinos citó, en una de sus obras históricas, un conocido verso para definirlo: fue «un español de puro bestia». Eso y que realmente confiaba, hasta el verano de 1825, en que desde la Península se enviaría una fuerza de reconquista. Controlar aquella posición estratégica era clave para tener un punto de desembarco en América. Cuando se dio cuenta de que la ayuda nunca llegaría dejó de dormir y apenas comía ante el temor, tal vez, de que todo su esfuerzo al final iba a ser en vano.

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