Colaboración del C. de N. Edgardo Loret de Mola
Responsable de la edición: Rosario Yika Uribe
Fuente: Cinco
siglos del destino marítimo del Perú, de Esperanza Navarro Pantac:
Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú, 2016
Efemérides Navales de Hoy 24 de Diciembre
24 de diciembre 1975: Arriban a la Base Aeronaval del Callao tres aviones antisubmarinos Tracker S-2E adquiridos de la US Navy.
INCORPORACIÓN DEL AVIÓN ANTISUBMARINO S2E “TRACKER” A LA AVIACIÓN NAVAL
PRIMERA PARTE, por el CdeN Ricardo Covarrubias Trigoso
Corría el mes de octubre del año 1974 en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, y estaba cursando los últimos meses del Curso de Aplicación para Aviadores Navales, cuando recibí una comunicación del capitán de fragata Tulio Chiappe Guerra, por entonces segundo comandante de la Aviación Naval, quien con mucha euforia y alegría, me avisaba que se había concretado la adquisición a la Marina Norteamericana de nueve aviones antisubmarinos Tracker S-2E, y me indicaba que debía presentarme a la Agregaduría Naval del Perú en Argentina, que estaba haciendo las coordinaciones para que en la Embajada Americana rindiera un examen de conocimiento de inglés, de cuyos resultados dependería si viajaba a los Estados Unidos a unirme a la Comisión nombrada para recibir y trasladar los aviones al Perú.
Nuestro comando venía haciendo por entonces denodados esfuerzos para poner los pantalones largos a la Aviación Naval y convertirla en una aviación apta plenamente para la defensa de nuestro mar y para afrontar las exigencias de una guerra moderna. Por esa razón, simultáneamente a las negociaciones que se venían haciendo con la Armada Americana, se coordinaba con la Armada Argentina la extensión de una beca para recibir una instrucción primaria de vuelo en los aviones S-2A y S-2F, que ellos ya operaban desde hacía más de cinco años y que se había convertido en el orgullo de la Armada.
Es así que, después de un intenso entrenamiento teórico de cuatro semanas, el día 17 de febrero del año 1975 en la Base Aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca, realizo mi primer vuelo de 1,6 horas de instrucción en un avión Tracker S-2A argentino completando al 16 de mayo de ese año, 50,9 horas de vuelo, entre diurno, nocturno e instrumental, con 117 aterrizajes.
El examen de inglés en la Embajada Americana había sido un éxito, alcanzando la nota de 80 por ciento de comprensión del idioma, por lo que se decidió incluirme directamente en la Comisión que ya se encontraba en la NAS de Cecil Field, luego de seguir el curso de inglés en la ciudad de San Antonio, Texas.
Fue un regresar a Lima desde Bahía Blanca, Argentina y enrumbar a los pocos días de ese mismo mes de mayo hacia la NAS de Cecil Field, en donde fui recibido por el capitán de fragata Augusto Vargas Prada, nuestro jefe de Comisión, a quien le confesé mis temores sobre el nivel de conocimiento de inglés para el gran reto que se nos venía por delante. Él, con total seguridad, me dijo que si había podido sostener una conversación telefónica en ese idioma, todo iba a salir bien.
Al día siguiente de mi arribo, tuve un feliz encuentro con el capitán de corbeta Mario Fasce, mi compañero teniente primero Gerardo Ruiz y los tenientes primero Miguel Valqui y Luis Sueyras, con quienes seguimos una semana de clases teóricas para nuestra adaptación al modelo S-2E. El 9 de junio de 1975, realizaba mi primer vuelo de entrenamiento y adaptación al nuevo modelo. En total, cada uno de nosotros, hizo un promedio de 65 horas de instrucción, 8 horas de entrenamiento nocturno, ocho horas de entrenamiento instrumental y cincuenta aterrizajes. El entrenamiento incluyó, por supuesto, el uso del navegador táctico ASN-30 y el lanzamiento de armas, bombas MK-25 y cohetes de 2,75”, lo que se realizaba normalmente en vuelo nocturno. Todos sentíamos que las cosas iban a cambiar significativamente para la libertad con que actuaban los submarinistas hasta ese momento, y que nuestra participación en la exigencia de su entrenamiento iba a ser decisiva para convertirlos en la mejor Fuerza de Submarinos de Sudamérica.
Una anécdota interesante de contar, es que en el mes de julio de ese año, tuvimos la oportunidad de celebrar las fiestas patrias como se debe. Los amigos de la Fuerza Aérea Brasilera, que estaban igualmente en entrenamiento para la recepción de los aviones Tracker S-2E que habían adquirido para operar desde su portaviones, nos habían invitado con anterioridad a celebrar sus fiestas, y como era natural, tenía que haber un partido de fútbol de por medio: improvisamos un equipo y nos ganaron por un abultado score.
Para nuestras fiestas patrias devolvimos la cortesía y los invitamos a almorzar, previo partido de fútbol, la gran revancha, no podía ser de otro modo, ya que no solo Mario Fasce se había quedado picón, sino toda la comisión, incluidas las familias. Bajo su dirección, conformamos el equipo y nos dedicamos a entrenar todos los días previos al partido. Entrenábamos en verdad muy fuerte, como si se nos fuera la vida en ello, Mario era implacable con el entrenamiento y lo consideraba una actividad oficial. Llegó la fecha, un sábado 26 de julio de 1975; salimos a la cancha con camiseta “Roja” a enfrentar a la “Verde amarilla”; habíamos contratado un árbitro neutral. Empezó el partido y a mitad del primer tiempo ya íbamos ganando 4 a 0; al alcanzar el sexto gol el coronel brasilero invadió la can-
cha y entre bromas y algarabía pidió la suspensión del partido; todo era felicidad. El almuerzo fue inolvidable para todos los brasileros, quienes por primera vez disfrutaron de anticuchos, ceviche, causa y arroz con pollo; no hubo pisco pero la cerveza corrió en cantidad. Realmente las señoras de los oficiales y del personal se coronaron y se llevaron nuestro agradecimiento ese día.
Agradecimiento es el que sentíamos todos durante esos meses que duró la comisión, agradecimiento hacia las esposas y familias de los oficiales y personal casado, que decidieron acompañarlos durante este tiempo en Jacksonville. Ellas hacían que nos sintiéramos en casa por todas las atenciones que nos prodigaban y las reuniones que continua e informalmente se realizaban. Para mí, como único soltero, fue inolvidable disfrutar la alegría de tener varios hogares en donde recibía atenciones especiales.
El mes de noviembre de ese 1975 nos dedicamos a recibir las aeronaves y prepararnos para el viaje de traslado. Durante los primeros doce días de diciembre, realizamos un promedio de diez horas de vuelo de prueba y familiarización con los aviones que cada tripulación conduciría, las que se conformaron de la siguiente manera:
AA – 546 Tnte. 1ro. Gerardo Ruiz Ojeda – Tnte. 1ro. Miguel Valqui – Tco. Gómez
AA – 547 C. de C. Mario Fasce – Tnte. 1ro. Luis Sueyras – Tco. P. Cuya
AA – 548 C. de F. Augusto Vargas Prada – Tnte. 1ro. Ricardo Covarrubias – Tco. L. Tolentino
Se fijó como fecha de partida el día 14 de diciembre. Imaginarán los apuros logísticos para aprovisionar los aviones con todo lo necesario y sobre todo para hacer una distribución equitativa del limitadísimo espacio del que disponíamos para embarcar la gran cantidad del equipaje personal de los cuatro tripulantes que integraban cada aeronave. Los días previos fueron en verdad agotadores y la noche anterior al vuelo de salida fue intensa y afiebrada por la gran cantidad de pendientes de última hora.
Hasta que llegó el gran día de la partida, domingo 14 de diciembre del año 1975. Algunos amigos fueron a despedirnos y pusieron la nota emotiva previa al despegue. Pasó de todo ese primer día. La anécdota pintoresca sucedió en el AA-547, cuando el comandante Mario Fasce, como siempre muy ceremonioso, le pide a su copiloto las cartas de ese primer tramo, Jacksonville a Homstead AFB, Lucho Sueyras, busca por toda la cabina y demora en encontrar las cartas, Mario, le dice: “en el maletín de vuelo”
“Lucho, en el maletín”. Lucho no escucha y sigue buscando afanosamente por los compartimientos de cabina.
Mario pide el maletín de vuelo, Lucho se lo alcanza tímidamente y al abrirlo, ¡Oh sorpresa!, estaba totalmente lleno de discos Long Play de moda, a los cuales Lucho era un gran aficionado. No sabemos lo que pasó después, pero lo podemos imaginar.
La meteorología del primer día era muy buena, después de 4,6 horas de vuelo, llegamos a Homestead AFB, algo retrasados por las demoras iniciales de la partida, pero todo estaba muy bien arreglado para nuestro arribo. Al día siguiente, salimos temprano hacia Guantánamo para proseguir en días sucesivos, sin ningún contratiempo, a NAS San Juan, en Puerto Rico, a Martinica, Puerto Cabello y Buenaventura.
La aproximación al aeropuerto de Buenaventura fue algo complicada por estar el techo de nubes bastante bajo, no divisábamos la costa, no estaba funcionando el ADF y no se obtenía respuesta de la estación de control. Volábamos en formación e íbamos de acuerdo a nuestro estimado; iba de guía el capitán de fragata Augusto Vargas Prada en el AA-548. Ya cercanos al punto de ingreso, yo que volaba como piloto, divisé la estela de una motonave que se dirigía al puerto y decidimos seguirla, alcanzando en pocos minutos la ciudad, orientándonos hacia la cabecera de pista. La visibilidad era reducida con fuerte lluvia por zonas, entre ellas la pista; hicimos una aproximación directa y aterrizamos ocupando posición para guiar al resto de aeronaves. Nos seguía el comandante Fasce en el AA-547, cuando el operador de la torre de control, sale intempestivamente al aire para pedir un aterrizaje corto y advertir sobre una zanja al final de la pista. El comandante Mario hizo un buen aterrizaje, pero a pesar de aplicar frenos, el avión no se detenía por la humedad de la pista; esto, sumado a la poca visibilidad, llevó a Mario a ordenar al teniente Sueyras que pisara fuerte los frenos, lo que ocasionó que se reventaran dos de las llantas principales. La nota curiosa fue que, al preguntarle luego al controlador de torre, por qué no había respondido nuestras llamadas, nos dijo muy sonriente, “es que bajé a tomar un tintico”.
El tercer avión en la formación, el AA-546 con los tenientes Gerardo Ruiz y Miguel Valqui, y el técnico Gómez, no pudo ingresar a aterrizar. Para mí fue muy difícil comunicarles la situación, después de hacerlo, lo único que atiné a decirles fue: “Yayo, tienen que dirigirse a su alterno, buena suerte”. Y no le quedó más remedio que dirigirse al aeródromo alterno, en Tumaco-Colombia, el cual estaba cerrado y no presentaba buenas condiciones para aterrizar, por lo que decidieron continuar hacia el aeropuerto de Esmeraldas en el Ecuador.
Por aquella época, las relaciones con nuestros vecinos no eran de las mejores, lo que contribuyó a que, no existiendo solicitud previa de ingreso al país de ninguna aeronave peruana, le fuera negado a nuestro avión el permiso de ingresar a aterrizarr. Fueron tres solicitudes y tres negativas, sin embargo la escasez de combustible los obligó a tomar la decisión de aterrizar, aún sin contar con la autorización.
A nuestra tripulación no se le permitió durante tres días dejar el aeródromo, lo que originó todo un despliegue diplomático para apoyar al personal en el reabastecimiento de combustible, trayéndolo de otra estación, y el otorgamiento del permiso para decolar con destino a la ciudad de Chiclayo, en Perú. Lo que pasó la tripulación en esos días, realmente fue angustiante y totalmente incómodo.
Paralelamente, desde Lima salió un avión DC-3 con destino a Buenaventura, llevando las llantas de repuesto que se requerían para remplazar las dañadas. El avión sufrió un desperfecto al poco tiempo de vuelo y tuvo que regresar a Lima, optándose por enviar los repuestos en un vuelo comercial y por tierra desde la ciudad de Bogotá hacia Buenaventura. A pesar de todos estos contratiempos, el abastecimiento fue rápido, ya que se realizó en cuatro días, durante los cuales descansamos y comimos muy bien, y entendimos por qué se llamaba “Cielo Roto” a la ciudad de Buenaventura: llovió todos los días que allí permanecimos. Recibimos los repuestos y una vez más, el ingenio del personal de mantenimiento salió a relucir para el cambio de llantas y el arranque, ya que se utilizaron baterías y gatas de camión.
El día 23 de diciembre, con ánimos renovados y muy optimistas, hicimos la travesía de Buenaventura hacia la ciudad de Chiclayo; lo hicimos directo. El controlador de torre de Ecuador nos ordenó apartarnos más allá de las sesenta millas de sus costas; no le respondimos, la verdad es que estaba totalmente nublado, sabíamos que no disponía de radares para el control aéreo por lo que optamos por silenciar el radio y volar a punta de ala de su litoral.
Hubo una gran algarabía cuando arribamos a Chiclayo y pisamos suelo peruano, principalmente por el emotivo reencuentro con la tripulación del AA-546.
Al día siguiente a las 08:00 a.m. del día martes 24 de diciembre, decolamos en formación para luego de hacer un vibrante pasaje de baja altura sobre la Base Aérea, enrumbar al sur hacia la Base Aeronaval del Callao. Fue un vuelo emocionante, además de relajado, distendido y para disfrutar, el que hasta ahora recuerdo perfectamente. A nuestra llegada nos esperaban las más altas autoridades de la Marina y de la Escuadra, acompañando al comandante de la Fuerza de Aviación Naval. Misión cumplida, podíamos ir donde nuestras familias y esa noche pasar una de nuestras mejores navidade
Nuestro comando venía haciendo por entonces denodados esfuerzos para poner los pantalones largos a la Aviación Naval y convertirla en una aviación apta plenamente para la defensa de nuestro mar y para afrontar las exigencias de una guerra moderna. Por esa razón, simultáneamente a las negociaciones que se venían haciendo con la Armada Americana, se coordinaba con la Armada Argentina la extensión de una beca para recibir una instrucción primaria de vuelo en los aviones S-2A y S-2F, que ellos ya operaban desde hacía más de cinco años y que se había convertido en el orgullo de la Armada.
Es así que, después de un intenso entrenamiento teórico de cuatro semanas, el día 17 de febrero del año 1975 en la Base Aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca, realizo mi primer vuelo de 1,6 horas de instrucción en un avión Tracker S-2A argentino completando al 16 de mayo de ese año, 50,9 horas de vuelo, entre diurno, nocturno e instrumental, con 117 aterrizajes.
El examen de inglés en la Embajada Americana había sido un éxito, alcanzando la nota de 80 por ciento de comprensión del idioma, por lo que se decidió incluirme directamente en la Comisión que ya se encontraba en la NAS de Cecil Field, luego de seguir el curso de inglés en la ciudad de San Antonio, Texas.
Fue un regresar a Lima desde Bahía Blanca, Argentina y enrumbar a los pocos días de ese mismo mes de mayo hacia la NAS de Cecil Field, en donde fui recibido por el capitán de fragata Augusto Vargas Prada, nuestro jefe de Comisión, a quien le confesé mis temores sobre el nivel de conocimiento de inglés para el gran reto que se nos venía por delante. Él, con total seguridad, me dijo que si había podido sostener una conversación telefónica en ese idioma, todo iba a salir bien.
Al día siguiente de mi arribo, tuve un feliz encuentro con el capitán de corbeta Mario Fasce, mi compañero teniente primero Gerardo Ruiz y los tenientes primero Miguel Valqui y Luis Sueyras, con quienes seguimos una semana de clases teóricas para nuestra adaptación al modelo S-2E. El 9 de junio de 1975, realizaba mi primer vuelo de entrenamiento y adaptación al nuevo modelo. En total, cada uno de nosotros, hizo un promedio de 65 horas de instrucción, 8 horas de entrenamiento nocturno, ocho horas de entrenamiento instrumental y cincuenta aterrizajes. El entrenamiento incluyó, por supuesto, el uso del navegador táctico ASN-30 y el lanzamiento de armas, bombas MK-25 y cohetes de 2,75”, lo que se realizaba normalmente en vuelo nocturno. Todos sentíamos que las cosas iban a cambiar significativamente para la libertad con que actuaban los submarinistas hasta ese momento, y que nuestra participación en la exigencia de su entrenamiento iba a ser decisiva para convertirlos en la mejor Fuerza de Submarinos de Sudamérica.
Una anécdota interesante de contar, es que en el mes de julio de ese año, tuvimos la oportunidad de celebrar las fiestas patrias como se debe. Los amigos de la Fuerza Aérea Brasilera, que estaban igualmente en entrenamiento para la recepción de los aviones Tracker S-2E que habían adquirido para operar desde su portaviones, nos habían invitado con anterioridad a celebrar sus fiestas, y como era natural, tenía que haber un partido de fútbol de por medio: improvisamos un equipo y nos ganaron por un abultado score.
Para nuestras fiestas patrias devolvimos la cortesía y los invitamos a almorzar, previo partido de fútbol, la gran revancha, no podía ser de otro modo, ya que no solo Mario Fasce se había quedado picón, sino toda la comisión, incluidas las familias. Bajo su dirección, conformamos el equipo y nos dedicamos a entrenar todos los días previos al partido. Entrenábamos en verdad muy fuerte, como si se nos fuera la vida en ello, Mario era implacable con el entrenamiento y lo consideraba una actividad oficial. Llegó la fecha, un sábado 26 de julio de 1975; salimos a la cancha con camiseta “Roja” a enfrentar a la “Verde amarilla”; habíamos contratado un árbitro neutral. Empezó el partido y a mitad del primer tiempo ya íbamos ganando 4 a 0; al alcanzar el sexto gol el coronel brasilero invadió la can-
cha y entre bromas y algarabía pidió la suspensión del partido; todo era felicidad. El almuerzo fue inolvidable para todos los brasileros, quienes por primera vez disfrutaron de anticuchos, ceviche, causa y arroz con pollo; no hubo pisco pero la cerveza corrió en cantidad. Realmente las señoras de los oficiales y del personal se coronaron y se llevaron nuestro agradecimiento ese día.
Agradecimiento es el que sentíamos todos durante esos meses que duró la comisión, agradecimiento hacia las esposas y familias de los oficiales y personal casado, que decidieron acompañarlos durante este tiempo en Jacksonville. Ellas hacían que nos sintiéramos en casa por todas las atenciones que nos prodigaban y las reuniones que continua e informalmente se realizaban. Para mí, como único soltero, fue inolvidable disfrutar la alegría de tener varios hogares en donde recibía atenciones especiales.
El mes de noviembre de ese 1975 nos dedicamos a recibir las aeronaves y prepararnos para el viaje de traslado. Durante los primeros doce días de diciembre, realizamos un promedio de diez horas de vuelo de prueba y familiarización con los aviones que cada tripulación conduciría, las que se conformaron de la siguiente manera:
AA – 546 Tnte. 1ro. Gerardo Ruiz Ojeda – Tnte. 1ro. Miguel Valqui – Tco. Gómez
AA – 547 C. de C. Mario Fasce – Tnte. 1ro. Luis Sueyras – Tco. P. Cuya
AA – 548 C. de F. Augusto Vargas Prada – Tnte. 1ro. Ricardo Covarrubias – Tco. L. Tolentino
Se fijó como fecha de partida el día 14 de diciembre. Imaginarán los apuros logísticos para aprovisionar los aviones con todo lo necesario y sobre todo para hacer una distribución equitativa del limitadísimo espacio del que disponíamos para embarcar la gran cantidad del equipaje personal de los cuatro tripulantes que integraban cada aeronave. Los días previos fueron en verdad agotadores y la noche anterior al vuelo de salida fue intensa y afiebrada por la gran cantidad de pendientes de última hora.
Hasta que llegó el gran día de la partida, domingo 14 de diciembre del año 1975. Algunos amigos fueron a despedirnos y pusieron la nota emotiva previa al despegue. Pasó de todo ese primer día. La anécdota pintoresca sucedió
“Lucho, en el maletín”. Lucho no escucha y sigue buscando afanosamente por los compartimientos de cabina.
Mario pide el maletín de vuelo, Lucho se lo alcanza tímidamente y al abrirlo, ¡Oh sorpresa!, estaba totalmente lleno de discos Long Play de moda, a los cuales Lucho era un gran aficionado. No sabemos lo que pasó después, pero lo podemos imaginar.
La meteorología del primer día era muy buena, después de 4,6 horas de vuelo, llegamos a Homestead AFB, algo retrasados por las demoras iniciales de la partida, pero todo estaba muy bien arreglado para nuestro arribo. Al día siguiente, salimos temprano hacia Guantánamo para proseguir en días sucesivos, sin ningún contratiempo, a NAS San Juan, en Puerto Rico, a Martinica, Puerto Cabello y Buenaventura.
La aproximación al aeropuerto de Buenaventura fue algo complicada por estar el techo de nubes bastante bajo, no divisábamos la costa, no estaba funcionando el ADF y no se obtenía respuesta de la estación de control. Volábamos en formación e íbamos de acuerdo a nuestro estimado; iba de guía el capitán de fragata Augusto Vargas Prada en el AA-548. Ya cercanos al punto de ingreso, yo que volaba como piloto, divisé la estela de una motonave que se dirigía al puerto y decidimos seguirla, alcanzando en pocos minutos la ciudad, orientándonos hacia la cabecera de pista. La visibilidad era reducida con fuerte lluvia por zonas, entre ellas la pista; hicimos una aproximación directa y aterrizamos ocupando posición para guiar al resto de aeronaves. Nos seguía el comandante Fasce en el AA-547, cuando el operador de la torre de control, sale intempestivamente al aire para pedir un aterrizaje corto y advertir sobre una zanja al final de la pista. El comandante Mario hizo un buen aterrizaje, pero a pesar de aplicar frenos, el avión no se detenía por la humedad de la pista; esto, sumado a la poca visibilidad, llevó a Mario a ordenar al teniente Sueyras que pisara fuerte los frenos, lo que ocasionó que se reventaran dos de las llantas principales. La nota curiosa fue que, al preguntarle luego al controlador de torre, por qué no había respondido nuestras llamadas, nos dijo muy sonriente, “es que bajé a tomar un tintico”.
El tercer avión en la formación, el AA-546 con los tenientes Gerardo Ruiz y Miguel Valqui, y el técnico Gómez, no pudo ingresar a aterrizar. Para mí fue muy difícil comunicarles la situación, después de hacerlo, lo único que atiné a decirles fue: “Yayo, tienen que dirigirse a su alterno, buena suerte”. Y no le quedó más remedio que dirigirse al aeródromo alterno, en Tumaco-Colombia, el cual estaba cerrado y no presentaba buenas condiciones para aterrizar, por lo que decidieron continuar hacia el aeropuerto de Esmeraldas en el Ecuador.
Por aquella época, las relaciones con nuestros vecinos no eran de las mejores, lo que contribuyó a que, no existiendo solicitud previa de ingreso al país de ninguna aeronave peruana, le fuera negado a nuestro avión el permiso de ingresar a aterrizarr. Fueron tres solicitudes y tres negativas, sin embargo la escasez de combustible los obligó a tomar la decisión de aterrizar, aún sin contar con la autorización.
A nuestra tripulación no se le permitió durante tres días dejar el aeródromo, lo que originó todo un despliegue diplomático para apoyar al personal en el reabastecimiento de combustible, trayéndolo de otra estación, y el otorgamiento del permiso para decolar con destino a la ciudad de Chiclayo, en Perú. Lo que pasó la tripulación en esos días, realmente fue angustiante y totalmente incómodo.
Paralelamente, desde Lima salió un avión DC-3 con destino a Buenaventura, llevando las llantas de repuesto que se requerían para remplazar las dañadas. El avión sufrió un desperfecto al poco tiempo de vuelo y tuvo que regresar a Lima, optándose por enviar los repuestos en un vuelo comercial y por tierra desde la ciudad de Bogotá hacia Buenaventura. A pesar de todos estos contratiempos, el abastecimiento fue rápido, ya que se realizó en cuatro días, durante los cuales descansamos y comimos muy bien, y entendimos por qué se llamaba “Cielo Roto” a la ciudad de Buenaventura: llovió todos los días que allí permanecimos. Recibimos los repuestos y una vez más, el ingenio del personal de mantenimiento salió a relucir para el cambio de llantas y el arranque, ya que se utilizaron baterías y gatas de camión.
El día 23 de diciembre, con ánimos renovados y muy optimistas, hicimos la travesía de Buenaventura hacia la ciudad de Chiclayo; lo hicimos directo. El controlador de torre de Ecuador nos ordenó apartarnos más allá de las sesenta millas de sus costas; no le respondimos, la verdad es que estaba totalmente nublado, sabíamos que no disponía de radares para el control aéreo por lo que optamos por silenciar el radio y volar a punta de ala de su litoral.
Hubo una gran algarabía cuando arribamos a Chiclayo y pisamos suelo peruano, principalmente por el emotivo reencuentro con la tripulación del AA-546.
Al día siguiente a las 08:00 a.m. del día martes 24 de diciembre, decolamos en formación para luego de hacer un vibrante pasaje de baja altura sobre la Base Aérea, enrumbar al sur hacia la Base Aeronaval del Callao. Fue un vuelo emocionante, además de relajado, distendido y para disfrutar, el que hasta ahora recuerdo perfectamente. A nuestra llegada nos esperaban las más altas autoridades de la Marina y de la Escuadra, acompañando al comandante de la Fuerza de Aviación Naval. Misión cumplida, podíamos ir donde nuestras familias y esa noche pasar una de nuestras mejores navidade
SEGUNDA PARTE, por el Calm Gerardo Ruiz Ojeda
En 1974 conformé la comisión de adquisición de los Aviones S2E Tracker, que incluía la habilitación en aviones S2A, calificación en guerra antisubmarina, y recepción de uno de los aviones Tracker en calidad de comandante para su traslado en vuelo la Base Aeronaval del Callao. Aquí puedo agregar lo que fue en mi carrera un capítulo imposible de olvidar porque puso a prueba la experiencia ganada por mí y los miembros de mi tripulación, que se tradujo en un traslado seguro desde Estados Unidos de Norteamérica hasta la Base Aeronaval del Callao, cumpliendo a cabalidad con la misión que se nos había dado.
La historia de esta Comisión comienza, al menos para mí, con un examen de inglés en el Grupo Consultivo, en el cual obtuve un ochenta por ciento de la nota que se nos exigía para poder componer la comisión de adquisición de los aviones Tracker. Recuerdo que luego de los preparativos viajamos a EE.UU. las tripulaciones de los tres primeros aviones para seguir un curso de inglés acelerado de un mes en San Antonio, Texas, donde recuerdo perfectamente el nombre de la primera gringa que me topé en mi camino dentro del desarrollo de esta primera experiencia profesional, la profesora Renata Basiliawskas, alta, rubia, me miraba con buenos ojos, y además y más importante, hablaba inglés.
El hecho es que apenas llegamos a Miami quisimos comunicarnos en el idioma americano, y me di con la sorpresa de no entender nada. Me preguntaba dónde estaba mi ochenta por ciento logrado en el examen del Grupo Consultivo que me permitió conformar esta comisión. Mientras más nos esmerábamos en pronunciar bien, menos nos entendían. Poco a poco fui comprendiendo que en USA el inglés hay que hablarlo como gringo, o sea mal, con acento, y mejor si lo haces con la jerga americana. Luego de un mes de estudios y prácticas en San Antonio, no sé cómo pero la teoría indicaba que estábamos listos para empezar el programa que empezaba con el estudio del avión, prácticas de vuelo, calificación de comandantes de aeronave y calificado en Guerra Antisubmarina, aceptación de los aviones y traslado en vuelo a la Base Aeronaval del Callao.
Terminado el curso de inglés, nos trasladamos en compañía de nuestras familias a Jacksonville para continuar con nuestra comisión.
Yo había sido designado comandante del AE-546, siendo mi copiloto el teniente segundo Alfredo Valqui. Como teniente primero me sentía muy satisfecho de haber obtenido esa designación. Nuestra aeronave había sido la primera que terminó su acondicionamiento y pruebas, por lo que sirvió para que el resto de tripulaciones lo usaran para sus prácticas.
De este periodo recuerdo como, en las tardes, casi al anochecer, nos acercábamos a la zona de almacenamiento de aeronaves embalsamadas de la base en Jacksonville, Florida, y encontrábamos a nuestro electrónicos, cuyos nombres no recuerdo para proteger a los inocentes, buceando y agenciándose partes y hasta equipos completos que por entonces estaban sin uso pero que después servirían para conformar un stock de reparación de primera mano. Nosotros nos hacíamos los ciegos mientras el personal trabajaba denodadamente para obtener lo que ellos, por su experiencia, sabían que íbamos a necesitar, viveza criolla que le llaman.
Recuerdo que transcurridos nueve meses, previo al día de decolaje, habíamos acondicionado nuestras pertenencias en bolsas de crucero, que unidas de a dos conformaban hermosos torpedos que Valqui, con su habilidad se encargaría de ubicar, conjuntamente con el Técnico Gómez, el hidráulico que conformaba nuestra tripulación, bien enganchaditos en el Bomb Bay. Las muñecas y otros juguetes para nuestros hijos iban acondicionados entre la enorme cantidad de equipos electrónicos del avión. Recordemos que nuestra llegada a la Base Aeronaval del Callao estaba programada para época de navidad, así que llegaríamos como Papá Noel.
El día de la partida, como menos antiguo me correspondió salir de número tres. Hicimos nuestra briefing pre vuelo, y recibida la señal del líder pusimos potencia. Todo iba bien, de repente, ya en el aire nuestro avión se comenzó a zarandear haciendo sumamente difícil su control. “Alfredo”, dije a mi copiloto, “¿Qué demonios pasa?”, aferrándome a los controles mientras trataba de mantener la línea de vuelo. Alfredo Valqui me dijo: “Todo está normal”, sin quitar los ojos de los indicadores del tablero de instrumentos. Segundos después, el avión se tranquilizó. Entendimos entonces que lo que había causado todo ese movimiento fue la turbulencia que nos dejaron los enormes motores de los aviones del comandante Vargas Prada y de Mario Fasce que iban delante de nosotros, a solo metros de distancia. La primera sensación desagradable que había tenido durante estos interminables segundos iniciales fue que, de haber sido una emergencia verdadera tendría que haber dejado caer nuestra preciada carga ubicada en el compartimento de torpedos, algo que felizmente no fue necesario, ya que, al menos en mi caso, involucraba ropa nueva y juguetes de mis hijos que ya estaban en Lima y esperaban mi llegada para navidad.
El hecho es que apenas llegamos a Miami quisimos comunicarnos en el idioma americano, y me di con la sorpresa de no entender nada. Me preguntaba dónde estaba mi ochenta por ciento logrado en el examen del Grupo Consultivo que me permitió conformar esta comisión. Mientras más nos esmerábamos en pronunciar bien, menos nos entendían. Poco a poco fui comprendiendo que en USA el inglés hay que hablarlo como gringo, o sea mal, con acento, y mejor si lo haces con la jerga americana. Luego de un mes de estudios y prácticas en San Antonio, no sé cómo pero la teoría indicaba que estábamos listos para empezar el programa que empezaba con el estudio del avión, prácticas de vuelo, calificación de comandantes de aeronave y calificado en Guerra Antisubmarina, aceptación de los aviones y traslado en vuelo a la Base Aeronaval del Callao.
Terminado el curso de inglés, nos trasladamos en compañía de nuestras familias a Jacksonville para continuar con nuestra comisión.
Yo había sido designado comandante del AE-546, siendo mi copiloto el teniente segundo Alfredo Valqui. Como teniente primero me sentía muy satisfecho de haber obtenido esa designación. Nuestra aeronave había sido la primera que terminó su acondicionamiento y pruebas, por lo que sirvió para que el resto de tripulaciones lo usaran para sus prácticas.
De este periodo recuerdo como, en las tardes, casi al anochecer, nos acercábamos a la zona de almacenamiento de aeronaves embalsamadas de la base en Jacksonville, Florida, y encontrábamos a nuestro electrónicos, cuyos nombres no recuerdo para proteger a los inocentes, buceando y agenciándose partes y hasta equipos completos que por entonces estaban sin uso pero que después servirían para conformar un stock de reparación de primera mano. Nosotros nos hacíamos los ciegos mientras el personal trabajaba denodadamente para obtener lo que ellos, por su experiencia, sabían que íbamos a necesitar, viveza criolla que le llaman.
Recuerdo que transcurridos nueve meses, previo al día de decolaje, habíamos acondicionado nuestras pertenencias en bolsas de crucero, que unidas de a dos conformaban hermosos torpedos que Valqui, con su habilidad se encargaría de ubicar, conjuntamente con el Técnico Gómez, el hidráulico que conformaba nuestra tripulación, bien enganchaditos en el Bomb Bay. Las muñecas y otros juguetes para nuestros hijos iban acondicionados entre la enorme cantidad de equipos electrónicos del avión. Recordemos que nuestra llegada a la Base Aeronaval del Callao estaba programada para época de navidad, así que llegaríamos como Papá Noel.
El día de la partida, como menos antiguo me correspondió salir de número tres. Hicimos nuestra briefing pre vuelo, y recibida la señal del líder pusimos potencia. Todo iba bien, de repente, ya en el aire nuestro avión se comenzó a zarandear haciendo sumamente difícil su control. “Alfredo”, dije a mi copiloto, “¿Qué demonios pasa?”, aferrándome a los controles mientras trataba de mantener la línea de vuelo. Alfredo Valqui me dijo: “Todo está normal”, sin quitar los ojos de los indicadores del tablero de instrumentos. Segundos después, el avión se tranquilizó. Entendimos entonces que lo que había causado todo ese movimiento fue la turbulencia que nos dejaron los enormes motores de los aviones del comandante Vargas Prada y de Mario Fasce que iban delante de nosotros, a solo metros de distancia. La primera sensación desagradable que había tenido durante estos interminables segundos iniciales fue que, de haber sido una emergencia verdadera tendría que haber dejado caer nuestra preciada carga ubicada en el compartimento de torpedos, algo que felizmente no fue necesario, ya que, al menos en mi caso, involucraba ropa nueva y juguetes de mis hijos que ya estaban en Lima y esperaban mi llegada para navidad.
En medio de la concentración del vuelo, de pronto Alfredo me tocó el hombro y me señaló tocando repetidamente el indicador de vacío del motor de estribor. Lo miré y le pregunté: “¿Qué ves adelante?”. Él parecía no comprender mi pregunta, “No te entiendo”, me dijo. Insistí en mi pregunta: "¿Qué ves abajo, en la proa?”. "Agua”, me contestó. “¿Y a tu derecha?”. “Agua también”, me dijo. “¿Y a nuestra izquierda?”, insistÍ. “Agua”, repitió. Entonces, le dije: “Si estamos en medio del mar, con agua por todos lados, qué te importa que oscile esa tontería, solo ruega que el motor no se pare, porque entonces sí vamos a estar en problemas”. Alfredo me miró y se sonrió entendiendo el mensaje.
Cuando entramos al control de Cuba nos obligaron a volar alejados de la isla hasta alcanzar el sur de la misma, donde deberíamos empezar a descender para rodearla y hacer nuestra aproximación a la Base de Guantánamo. En ese proceso y por razones que nunca supimos ni se nos explicó hubo un lapso en que perdimos los instrumentos, como si una fuerza electrónica los hubiera descontrolado. Luego de unos segundos todo volvió a la normalidad y aterrizamos sin novedad.
La segunda experiencia notable es que una cosa es volar en Estados Unidos y otra cosa es volar dejando ese territorio. En Estados Unidos teníamos toda la información requerida para planear el vuelo y volar con tranquilidad; en cambio, fuera de él la información era muy básica y precaria, lo que exigía de nuestra habilidad y profesionalismo para volar con seguridad.
El vuelo que nos trae los mejores recuerdos por las viscisitudes que tuvimos que pasar, es el de Puerto Cabello en Venezuela, en el Atlántico, a Buenaventura, Colombia, en el Pacífico, aeropuerto que nosotros nunca conocimos porque no pudimos aterrizar.
Habíamos decolado de Puerto Cabello e hicimos el vuelo en formación teniendo como destino Buenaventura, en Colombia. A Buenaventura, según las referencias que teníamos, la llamaban “cielo roto”, porque llovía en cualquier momento. En son de broma nos habían contado que, cuando a alguien le preguntaban cuánto tiempo llevaba en ese lugar, respondía en número de aguaceros: uno, dos, tres, etc. Bueno, esto que parecía una broma resultó ser una verdad inmensa.
Al llegar a Buenaventura, estábamos sobre el techo de nubes volando en formación. La referencia de nuestra aproximación sería una estación ADF colocada en algún lugar en las cercanías del aeródromo. El líder dio las ordenes, primero bajaría él con Polo Covarrubias como copiloto, luego Mario Fasce con el teniente Lucho Sueyras como copiloto, y luego sería autorizado nuestro avión, por ser el menos antiguo.
El comandante Vargas Prada, con Polito, se desprendió de la formación e iniciaron su aproximación en instrumentos. Pasaron varios minutos, no sé cuántos, pero me parecieron muchos. Recordemos que no éramos muy duchos todavía en el control de la mezcla para ahorrar combustible y habíamos volado varias horas para cruzar de un océano al otro.
De pronto, Polo Covarrubias llamó para comunicar que habían aterrizado, de tal forma que Mario podía iniciar su aproximación. Ellos oficiarían de torre de control, estacionados en la salida que se encontraba colocada en el primer tercio de la pista.
Polo informó que estaba empezando a llover. Mario me hizo una señal, despidiéndose para iniciar su aproximación. Nos quedamos solos orbitando en espera de la orden para descender. Todo parecía estar bien, todo menos el combustible que se iba consumiendo. Pasaron unos minutos. “Polo, ¿ya?”, pregunté. “No hermano, todavía no vemos a Mario, y está lloviendo”.
Empecé a preocuparme y a revisar mentalmente mis opciones. Mi alterno era Tumaco, en Colombia, casi en la frontera con Ecuador. La otra era Cali; y la más remota, ir hasta el Ecuador, al aeródromo del Puerto de Esmeradas.
Pasaban los minutos. “¿Y, Polo?”, pregunté nuevamente. “Hermano, vimos pasar a Mario, aterrizando. Augusto se ha ido en un vehículo a guiar a Mario para que salga de la pista, yo no veo nada por la lluvia”, fue su contestación. Mantuvimos el silencio, revisando la aproximación. De pronto, Polo me llamó con un tono de desaliento: “Yayo, tienes que irte, Mario ha reventado las llantas en la pista y no se puede mover”. Se me ajustó el corazón, nos miramos con Alfredo, no había mucho que pensar. “Llama a Cali”, le dije, “y pregunta por el tiempo en Tumaco y Cali”.
La respuesta fue que Tumaco estaba cubierto sin radio ayuda. Cali estaba nublado pero con visibilidad suficiente, el problema era que teníamos que trepar para pasar la cordillera occidental de los Andes colombianos para luego bajar al valle de Cali. Era un terreno que no conocíamos y para llegar allí teníamos que consumir una buena cantidad de nuestro ya escaso combustible y además encontrar las condiciones del clima favorables para aterrizar. Entonces decidí ir a Esmeraldas en Ecuador.
Cuando pasamos Tumaco, Valqui llamó a Esmeraldas pidiendo autorización para aterrizar. De inmediato nos comunicaron que no teníamos permiso de sobrevuelo y que no podíamos aterrizar. Era natural, estábamos adelantados en el vuelo y no teníamos permiso de sobrevuelo. “Explícale el problema”, dije a Alfredo. Así lo hizo, luego vino un silencio de más de un minuto, seguro lo que demoró la comunicación de Esmeraldas con su Centro de control. Luego regresó para decirnos que no estábamos autorizados a aterrizar. Hice una seña a Valqui y tomé las comunicaciones. “Señor, le dije, habla el comandante del 546, tenga la gentileza de sacar todo lo que tenga en la pista porque de todas formas voy a aterrizar, no tengo combustible”. A esto siguió un silencio.
Luego la torre llamó para comunicarnos que teníamos permiso para aterrizar. Por la condición de bajo combustible la aeronave tenía restringida su maniobra. Tomamos nuestras precauciones, seguimos nuestros procedimientos para estas condiciones y aterrizamos sin novedad. Era viernes a las 16:30 horas aproximadamente. Según la información aeronáutica en Esmeraldas debía haber gasolina 100/130. Nuestra sorpresa fue grande cuando solo encontramos un bidón.
De la torre de control traté de llamar al agregado naval, pero no se le encontró, recordemos que era viernes fuera de horas de trabajo y nadie nos esperaba en este lugar. La torre cerró al ocaso y el operador cruzó el río hacia la ciudad. Nos quedamos solos en el aeródromo, cerca del cual pasaba una pista enripiada por donde transitaban vehículos muy esporádicamente. Nuestra preocupación era que en caso de un asalto no teníamos armas para defendernos.
El vuelo que nos trae los mejores recuerdos por las viscisitudes que tuvimos que pasar, es el de Puerto Cabello en Venezuela, en el Atlántico, a Buenaventura, Colombia, en el Pacífico, aeropuerto que nosotros nunca conocimos porque no pudimos aterrizar.
Habíamos decolado de Puerto Cabello e hicimos el vuelo en formación teniendo como destino Buenaventura, en Colombia. A Buenaventura, según las referencias que teníamos, la llamaban “cielo roto”, porque llovía en cualquier momento. En son de broma nos habían contado que, cuando a alguien le preguntaban cuánto tiempo llevaba en ese lugar, respondía en número de aguaceros: uno, dos, tres, etc. Bueno, esto que parecía una broma resultó ser una verdad inmensa.
Al llegar a Buenaventura, estábamos sobre el techo de nubes volando en formación. La referencia de nuestra aproximación sería una estación ADF colocada en algún lugar en las cercanías del aeródromo. El líder dio las ordenes, primero bajaría él con Polo Covarrubias como copiloto, luego Mario Fasce con el teniente Lucho Sueyras como copiloto, y luego sería autorizado nuestro avión, por ser el menos antiguo.
El comandante Vargas Prada, con Polito, se desprendió de la formación e iniciaron su aproximación en instrumentos. Pasaron varios minutos, no sé cuántos, pero me parecieron muchos. Recordemos que no éramos muy duchos todavía en el control de la mezcla para ahorrar combustible y habíamos volado varias horas para cruzar de un océano al otro.
De pronto, Polo Covarrubias llamó para comunicar que habían aterrizado, de tal forma que Mario podía iniciar su aproximación. Ellos oficiarían de torre de control, estacionados en la salida que se encontraba colocada en el primer tercio de la pista.
Polo informó que estaba empezando a llover. Mario me hizo una señal, despidiéndose para iniciar su aproximación. Nos quedamos solos orbitando en espera de la orden para descender. Todo parecía estar bien, todo menos el combustible que se iba consumiendo. Pasaron unos minutos. “Polo, ¿ya?”, pregunté. “No hermano, todavía no vemos a Mario, y está lloviendo”.
Empecé a preocuparme y a revisar mentalmente mis opciones. Mi alterno era Tumaco, en Colombia, casi en la frontera con Ecuador. La otra era Cali; y la más remota, ir hasta el Ecuador, al aeródromo del Puerto de Esmeradas.
Pasaban los minutos. “¿Y, Polo?”, pregunté nuevamente. “Hermano, vimos pasar a Mario, aterrizando. Augusto se ha ido en un vehículo a guiar a Mario para que salga de la pista, yo no veo nada por la lluvia”, fue su contestación. Mantuvimos el silencio, revisando la aproximación. De pronto, Polo me llamó con un tono de desaliento: “Yayo, tienes que irte, Mario ha reventado las llantas en la pista y no se puede mover”. Se me ajustó el corazón, nos miramos con Alfredo, no había mucho que pensar. “Llama a Cali”, le dije, “y pregunta por el tiempo en Tumaco y Cali”.
La respuesta fue que Tumaco estaba cubierto sin radio ayuda. Cali estaba nublado pero con visibilidad suficiente, el problema era que teníamos que trepar para pasar la cordillera occidental de los Andes colombianos para luego bajar al valle de Cali. Era un terreno que no conocíamos y para llegar allí teníamos que consumir una buena cantidad de nuestro ya escaso combustible y además encontrar las condiciones del clima favorables para aterrizar. Entonces decidí ir a Esmeraldas en Ecuador.
Cuando pasamos Tumaco, Valqui llamó a Esmeraldas pidiendo autorización para aterrizar. De inmediato nos comunicaron que no teníamos permiso de sobrevuelo y que no podíamos aterrizar. Era natural, estábamos adelantados en el vuelo y no teníamos permiso de sobrevuelo. “Explícale el problema”, dije a Alfredo. Así lo hizo, luego vino un silencio de más de un minuto, seguro lo que demoró la comunicación de Esmeraldas con su Centro de control. Luego regresó para decirnos que no estábamos autorizados a aterrizar. Hice una seña a Valqui y tomé las comunicaciones. “Señor, le dije, habla el comandante del 546, tenga la gentileza de sacar todo lo que tenga en la pista porque de todas formas voy a aterrizar, no tengo combustible”. A esto siguió un silencio.
Luego la torre llamó para comunicarnos que teníamos permiso para aterrizar. Por la condición de bajo combustible la aeronave tenía restringida su maniobra. Tomamos nuestras precauciones, seguimos nuestros procedimientos para estas condiciones y aterrizamos sin novedad. Era viernes a las 16:30 horas aproximadamente. Según la información aeronáutica en Esmeraldas debía haber gasolina 100/130. Nuestra sorpresa fue grande cuando solo encontramos un bidón.
De la torre de control traté de llamar al agregado naval, pero no se le encontró, recordemos que era viernes fuera de horas de trabajo y nadie nos esperaba en este lugar. La torre cerró al ocaso y el operador cruzó el río hacia la ciudad. Nos quedamos solos en el aeródromo, cerca del cual pasaba una pista enripiada por donde transitaban vehículos muy esporádicamente. Nuestra preocupación era que en caso de un asalto no teníamos armas para defendernos.
A eso de las 7 de la noche se acercó una señora que vivía al pie de esta pista, a unos 200 metros del ingreso al aeródromo para ofrecer vendernos comida, lo que aceptamos. Ese día ya no podíamos hacer nada, al menos habíamos podido dar nuestra posición. Pasadas la ocho de la noche coordinamos cómo hacer para pasar rancho. Tomé el primer turno con el técnico Gómez, mientras Valqui quedaba al cuidado del avión. La casa de la señora era de madera construida sobre palos, me imagino que para evitar animales rastreros y posibles aniegos por la lluvia que aparentemente en esa zona era fuerte cuando caía. Nos prepararon frituras con arroz y eso comimos. Cuando estábamos terminando ingresó un grupo de militares ecuatorianos al mando de un teniente. El teniente saludó y se sentaron en una mesa contigua. Cuando terminamos nos despedimos y regresamos al aeródromo para que Valqui pudiese ir a tomar sus alimentos.
Pasadas las 9 de la noche se hizo presente en el aeródromo un camión con el teniente que había estado en la casa donde nos alimentamos, al mando de una patrulla. Esta vez se presentó y nos dijo que tenía la orden de comunicarnos que no podíamos abandonar el aeródromo y que la patrulla permanecería custodiándonos. Esto nos tranquilizó, además nos prestaron hamacas para trincar y poder descansar. El teniente se portó muy amable, y nos refirió que había estado en el Perú en la Operación Ayacucho que se efectuó durante el gobierno del general Velasco.
El día sábado me comuniqué con el agregado naval y le referí nuestro problema, además de nuestro requerimiento de siete bidones de gasolina 100/130. Solo nos quedaba esperar. De los otros aviones no sabíamos nada. Era evidente que las llantas reventadas eran producto de haber tenido que aplicar el freno de parqueo, seguramente al sentir que se le acababa la pista ante la falta de visibilidad por la lluvia.
Mi copiloto, el teniente Alfredo Valqui era conocido por sus habilidades manuales y había cargado latas de pintura en spray para retocar el tablero y las zonas que podía arañarse para preparar el avión para llegar a Lima con una buena presentación. Aprovechó esta ocasión para pintar el tablero de control del avión.
Pasadas las 9 de la noche se hizo presente en el aeródromo un camión con el teniente que había estado en la casa donde nos alimentamos, al mando de una patrulla. Esta vez se presentó y nos dijo que tenía la orden de comunicarnos que no podíamos abandonar el aeródromo y que la patrulla permanecería custodiándonos. Esto nos tranquilizó, además nos prestaron hamacas para trincar y poder descansar. El teniente se portó muy amable, y nos refirió que había estado en el Perú en la Operación Ayacucho que se efectuó durante el gobierno del general Velasco.
El día sábado me comuniqué con el agregado naval y le referí nuestro problema, además de nuestro requerimiento de siete bidones de gasolina 100/130. Solo nos quedaba esperar. De los otros aviones no sabíamos nada. Era evidente que las llantas reventadas eran producto de haber tenido que aplicar el freno de parqueo, seguramente al sentir que se le acababa la pista ante la falta de visibilidad por la lluvia.
Mi copiloto, el teniente Alfredo Valqui era conocido por sus habilidades manuales y había cargado latas de pintura en spray para retocar el tablero y las zonas que podía arañarse para preparar el avión para llegar a Lima con una buena presentación. Aprovechó esta ocasión para pintar el tablero de control del avión.
Serían las 11:30 de la mañana cuando aterrizó un avión Arava de la Fuerza Aérea Ecuatoriana al mando de un comandante. Traía, además de unos oficiales de inteligencia, los siete bidones de combustible que nos llevarían al Perú. Se presentaron preguntando los detalles de la situación. El comandante quería confirmar que nuestro nivel de combustible era bajo. Le dije que para confirmar esto tendría que prender los motores, y que el tablero estaba recién pintado, pero si querían podrían subir a las alas y verificar mirando por las tomas. En realidad, eso no les daría una confirmación de la cantidad de combustible que traíamos. Para resumir, a la una de la tarde, luego de bajar los bidones de combustible terminamos comiendo ceviche entre todos, luego de lo cual decolaron de retorno a su base.
Cuando se distribuyeron los repuestos, aceites y tripulaciones, se nos asignó al hidráulico técnico Gómez, un profesional excelente, pero lo más importante y que nos ayudó muchísimo, fue que se nos había asignado el traslado de la unidad de poder para arranque de los aviones. Las llantas y el proceso de arranque serían los mayores problemas de nuestros compañeros de viaje. El día sábado buscábamos, sin éxito, lograr la autorización para decolaje. La Agregaduría estaba haciendo su trabajo, al menos ya teníamos nuestro combustible. Ahora nuestro problema era ponerlo en los tanques del avión. A eso de las 6 de la tarde logramos conseguir un voluntario local para ayudar en el proceso. La cosas era así, Valqui con el lugareño usarían unas llantas viejas para volcar cuidadosamente los bidones para llenar un balde de cinco galones. Luego lo subirían para alcanzarlo al técnico Gómez, quien estaría trepado en una plataforma improvisada. Él levantaría el balde para alcanzármelo a mí, que me encontraba en la superficie del ala con una linterna en la boca y me encargaría de echar el combustible a los tanques a través de un embudo con filtro adaptado. Si sacamos la cuenta, 700 galones entre 5 significaban 140 ciclos.
Iniciamos la recarga ayudándonos con linternas. Estaríamos a media recarga cuando el cansancio hizo que Gómez, al levantar el balde golpeara el borde del ala y este se volteó sobre su cara dejando caer su carga de gasolina de alto octanaje. Como Gómez no tenía luz no vio venir el líquido y lo recibió con los ojos abiertos. Gómez se quejaba por el dolor producido por la gasolina en sus ojos. Bajé inmediatamente, Valqui le echaba agua en la cara y los ojos, Gómez se seguía quejando. Yo estaba preocupado y opté por vaciarle un frasco de colirio en los ojos. Poco a poco fue pasando el cuadro doloroso. Finalmente, casi después de una hora Gómez nos dijo que el dolor ya era soportable, y ante su propio pedido continuamos con la recarga tomando mayores precauciones. No recuerdo bien, pero creo que la recarga la terminamos a eso de las 10 de la noche, luego de lo cual procedimos a comer.
El día domingo, a las 8 de la mañana aproximadamente, se hizo presente en el aeropuerto un capitán de navío, prefecto de la provincia de Esmeraldas, a recibir un avión que traería a la esposa del presidente Guillermo Rodríguez, jefe del gobierno militar, trayendo juguetes para los niños pobres por Navidad. El prefecto se me acercó y me pidió que pasásemos al puerto, que tenía la orden de alojarnos mientras se solucionaba el problema. Ese día pasé solo para poder llamar por teléfono y coordinar nuestra autorización para decolar, a través del agregado naval. Valqui y Gómez permanecieron con la aeronave al otro lado del río, en el aeródromo.
Cuando se distribuyeron los repuestos, aceites y tripulaciones, se nos asignó al hidráulico técnico Gómez, un profesional excelente, pero lo más importante y que nos ayudó muchísimo, fue que se nos había asignado el traslado de la unidad de poder para arranque de los aviones. Las llantas y el proceso de arranque serían los mayores problemas de nuestros compañeros de viaje. El día sábado buscábamos, sin éxito, lograr la autorización para decolaje. La Agregaduría estaba haciendo su trabajo, al menos ya teníamos nuestro combustible. Ahora nuestro problema era ponerlo en los tanques del avión. A eso de las 6 de la tarde logramos conseguir un voluntario local para ayudar en el proceso. La cosas era así, Valqui con el lugareño usarían unas llantas viejas para volcar cuidadosamente los bidones para llenar un balde de cinco galones. Luego lo subirían para alcanzarlo al técnico Gómez, quien estaría trepado en una plataforma improvisada. Él levantaría el balde para alcanzármelo a mí, que me encontraba en la superficie del ala con una linterna en la boca y me encargaría de echar el combustible a los tanques a través de un embudo con filtro adaptado. Si sacamos la cuenta, 700 galones entre 5 significaban 140 ciclos.
Iniciamos la recarga ayudándonos con linternas. Estaríamos a media recarga cuando el cansancio hizo que Gómez, al levantar el balde golpeara el borde del ala y este se volteó sobre su cara dejando caer su carga de gasolina de alto octanaje. Como Gómez no tenía luz no vio venir el líquido y lo recibió con los ojos abiertos. Gómez se quejaba por el dolor producido por la gasolina en sus ojos. Bajé inmediatamente, Valqui le echaba agua en la cara y los ojos, Gómez se seguía quejando. Yo estaba preocupado y opté por vaciarle un frasco de colirio en los ojos. Poco a poco fue pasando el cuadro doloroso. Finalmente, casi después de una hora Gómez nos dijo que el dolor ya era soportable, y ante su propio pedido continuamos con la recarga tomando mayores precauciones. No recuerdo bien, pero creo que la recarga la terminamos a eso de las 10 de la noche, luego de lo cual procedimos a comer.
El día domingo, a las 8 de la mañana aproximadamente, se hizo presente en el aeropuerto un capitán de navío, prefecto de la provincia de Esmeraldas, a recibir un avión que traería a la esposa del presidente Guillermo Rodríguez, jefe del gobierno militar, trayendo juguetes para los niños pobres por Navidad. El prefecto se me acercó y me pidió que pasásemos al puerto, que tenía la orden de alojarnos mientras se solucionaba el problema. Ese día pasé solo para poder llamar por teléfono y coordinar nuestra autorización para decolar, a través del agregado naval. Valqui y Gómez permanecieron con la aeronave al otro lado del río, en el aeródromo.
El día lunes a primera hora, me aprestaba a cruzar para que el resto de la tripulación pudiese proceder al puerto a asearse y esperar las órdenes, cuando se me acercó un marino con un sobre, manifestándonos que nuestro decolaje había sido autorizado. El proceso de prevuelo normalmente duraba casi una hora. Esta vez dudo que haya excedido los treinta minutos. Procedimos a hacer nuestro plan de vuelo a Chiclayo, donde estaba previsto el decolaje de nuestra pierna final hasta la Base Aeronaval de Callao.
Una vez en comunicación con la torre para pedir permiso de decolaje, se nos ordenó ascender a 16 000 pies, a lo cual Valqui informó que no teníamos oxígeno a bordo, para que nos asignasen un menor nivel. Luego la torre dispuso que procediéramos a 8 000 pies y 60 millas de costa; le hice una señal a Valqui para que diera su comprendido y luego del decolaje nos fuimos a los 8000 pies que nos ordenaron, pero hicimos el vuelo línea de costa. En aquella época Ecuador estaba muy mal equipado en radares aéreos, así que nunca se dieron cuenta de nuestra posición.
Hicimos nuestro vuelo visual, teníamos sintonizado Radio Nacional de Tumbes y volábamos sobre el Golfo de Guayaquil, cuando tuvimos la señal a la cuadra nos miramos con Valqui y le avisamos a Gómez por el intercomunicador. En ese instante estoy seguro que nuestro corazón experimentó una alegría especial: ya estábamos en el Perú y habíamos funcionado como un equipo, algo para lo que la Marina de Guerra nos entrenó.
Nuestro aterrizaje lo efectuamos sin novedad en Chiclayo. Allí terminamos de acondicionar el avión para su inspección en Lima, mientras esperábamos la llegada de los otros dos aviones. Cuando esto sucedió, nosotros los esperábamos emocionados. Por fin estábamos juntos los tres aviones otra vez.
Una vez en comunicación con la torre para pedir permiso de decolaje, se nos ordenó ascender a 16 000 pies, a lo cual Valqui informó que no teníamos oxígeno a bordo, para que nos asignasen un menor nivel. Luego la torre dispuso que procediéramos a 8 000 pies y 60 millas de costa; le hice una señal a Valqui para que diera su comprendido y luego del decolaje nos fuimos a los 8000 pies que nos ordenaron, pero hicimos el vuelo línea de costa. En aquella época Ecuador estaba muy mal equipado en radares aéreos, así que nunca se dieron cuenta de nuestra posición.
Hicimos nuestro vuelo visual, teníamos sintonizado Radio Nacional de Tumbes y volábamos sobre el Golfo de Guayaquil, cuando tuvimos la señal a la cuadra nos miramos con Valqui y le avisamos a Gómez por el intercomunicador. En ese instante estoy seguro que nuestro corazón experimentó una alegría especial: ya estábamos en el Perú y habíamos funcionado como un equipo, algo para lo que la Marina de Guerra nos entrenó.
Nuestro aterrizaje lo efectuamos sin novedad en Chiclayo. Allí terminamos de acondicionar el avión para su inspección en Lima, mientras esperábamos la llegada de los otros dos aviones. Cuando esto sucedió, nosotros los esperábamos emocionados. Por fin estábamos juntos los tres aviones otra vez.
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